Mis huesos guardan en sus paredes el recuerdo de la sensación incómoda que percibía sobre mí en ciertos espacios, que debieron nombrarse cercanos. Cierro los ojos y me veo tendida encima de una mesa en donde las miradas que me nombran “longa” o “chola” [1] caen como agua hirviendo sobre mi cuerpo. Ahora entiendo que todas esas sensaciones, sobre todo de auto rechazo, tienen que ver con las lecturas que se trazan desde la blanquitud, tan latente en una ex colonia como la ciudad de Quito. Pienso entonces, en mi familia paterna y en su obsesión con mojar a los cuerpos en leche, para intentar disminuir los rasgos más sobresalientes de las caras que no encajaban en el imaginario hegemónico blancoide [2] . A los 12 años juego a no entender, por qué mi cara y mis características corporales no me gustan y no encajan, ¿no soy mestiza entonces? Sin darle tanta vuelta al asunto, recurro a pensar en alguna posibilidad que resuelva el conflicto, y lo único que afirmo en ese momento es que: no e...