Mis
huesos guardan en sus paredes el recuerdo de la sensación incómoda que percibía
sobre mí en ciertos espacios, que debieron nombrarse cercanos. Cierro los ojos
y me veo tendida encima de una mesa en donde las miradas que me nombran “longa”
o “chola” [1] caen como agua hirviendo
sobre mi cuerpo. Ahora entiendo que
todas esas sensaciones, sobre todo de auto rechazo, tienen que ver con las
lecturas que se trazan desde la blanquitud, tan latente en una ex colonia como
la ciudad de Quito. Pienso entonces, en mi familia paterna y en su obsesión con
mojar a los cuerpos en leche, para intentar disminuir los rasgos más
sobresalientes de las caras que no encajaban en el imaginario hegemónico
blancoide[2].
A
los 12 años juego a no entender, por qué mi cara y mis características
corporales no me gustan y no encajan, ¿no soy mestiza entonces? Sin darle tanta
vuelta al asunto, recurro a pensar en alguna posibilidad que resuelva el
conflicto, y lo único que afirmo en ese momento es que: no era bonita. Por
mucho tiempo más, no logro hacer una conexión sobre cuanto están implicados mi
color de piel (cafecitud-prietud) y mis rasgos asociados a lo indígena para que
la gente trace esas lecturas de “distinta” y “otredad” sobre mí.
Durante
el 2012 la construcción de mi imagen corporal, se encuentra interceptada por la
idea ficticia de que” en el mestizaje todxs somos iguales”, aunque mi reflejo
me recordase todo el tiempo lo contrario. Por la imposición de los cánones de
belleza que se crean dentro de lo blanco-blanco/mestizo, y por ende a los
códigos que rigen en una ciudad moderna/ex colonia como Quito. Mis músculos de
adolescente, intentaban conectar lo vivido en mi cuerpo que también fue
migrante, con esas caras extranjeras racializadas, (principalmente cholas) que habían
representado un lugar seguro para mí, aun estando de pie durante nueve años, en
un territorio tan radicalmente racista como España.
Cuando
regresamos a Ecuador, atravesé una especie de disforia, sentía que comenzaba a
habitar otro cuerpo, que mis facciones, por alguna razón no eran leídas como
igual. Se habla de Ecuador como un lugar de encuentros “pluriculturales
/multiétnicos/”, pero, cuando los huesos te sobresalen por la cara como a mí,
cuando tienes la “piel del páramo” como me dijeron en una consulta
dermatológica en el 2020, esa etiqueta tambalea, ya no es folklor, es una
realidad palpable, y eso incomoda a la blanquitud. Tengo una libreta en donde continúo
escribiendo mis experiencias racistas. En una entrada del 2021 dice: atravieso
las calles de Quito junto a mi mamá chola-café-prieta, entramos a una tienda de
ropa, pensada para gente blanca-blanco/mestiza de clase media alta/alta, cuando
salimos del lugar, nos revisan el bolso.
Aunque no esté escrito en la libreta, tengo recuerdos de lo mismo en
otros años, uno particularmente en el 2012, en donde mis manos no paraban de
ser observadas por el guardia de una tienda, mientras todo lo que yo intentaba
era conseguir una camiseta amarilla. La diferencia entre ambas fechas, radica
en que, durante el 2012, yo no le di ningún tipo de importancia a lo ocurrido.
Me
pregunto por qué relacioné durante tanto tiempo mi cuerpo con las posibilidades
que tiene un estropajo (borrar huellas/manchas). Así construí a este cuerpo,
como un gran cúmulo de filamentos metálicos encargados de eliminar registros de
violencia racista/discriminatoria automáticamente, ya sea en el entorno
familiar mixto/amestizado, o en cualquier otro espacio. No entendía o sabía que
había una forma de nombrar lo que estaba viviendo, y que sobre todo era válida.
Guardo mi cuerpo y mi cara cholxs, en una estructura construida con alambre de
púas, así mantengo mi columna erguida, aun con el cuerpo adolorido.
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Sobre la autora: Milena
Díaz Rojas. Milena, mula se mueve en la excolonia de lo que hoy es Quito.
Explora la escritura, el performance y las artes visuales con el fin de pasar
del cuerpo al papel y del cuerpo-cuero a lo material. Investiga y experimenta
en torno al antirracismo, disidencias sexo-genéricas, decolonialidad, e
identidad chola.
[1] Longa,
chola: adjetivos peyorativos que se atribuyen a una persona que no
necesariamente es indígena, pero tiene
color y/o rasgos de piel asociados a lo indígena.
[2]
Blancoide: término acuñado por Yolanda Arroyo Pizarro, con el fin de criticar a
la blanquitud sostenida por el sistema en que vivimos.
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